Común & Silvestre

Escritos

 

¿Nos derretimos?

 
IMG_3106.JPG
Este es quizá el recuerdo más vívido que tengo de mi infancia en México, su cercanía.
— Común & Silvestre
 

Los recuerdos de México son escasos y difusos, tenía apenas 5 años cuando llegamos a Costa Rica. Me cuesta diferenciar cuales de las imágenes en mi cabeza pertenecen a aquel momento, y cuáles a las tantas veces que volví después a ese país. Peor aún, no sé si recuerdo haber vivido muchos de estos momentos, o si de tanto escuchar las historias terminé por construirlos en mi cabeza.

La vista dejó de ser un recurso fiable, está sesgada, contrapone y revuelve cuentos y recuerdos. Son entonces los otros sentidos los que pueden traer de vuelta fragmentos de esos primeros años vividos.

El olfato. Gardenia.

En mi perfume guardo uno de los pocos recuerdos cuya autenticidad no está en duda. Cada vez que el aroma de gardenia golpea mi nariz, el chip se activa y mi mente viaja en un segundo hasta ese hotel, a esa piscina cubierta de flores blancas. Ni siquiera me atrevo a buscar una foto de ese árbol, de ese lugar, pues podría desmentir la perspectiva desde la que esa niña miraba con fascinación la alfombra blanca sobre el agua.

Varias fueron las veces que nos quedamos en ese famoso Fortín de las flores, no sé si de ida o de vuelta, supongo que en el camino hacia Xalapa, sólo se que siempre hubo gardenias esperándonos sobre el agua. 

El oído. Música de fondo.

Es difícil identificar cuál canción suena en el fondo, solo sé que hay música, siempre hubo, haciéndonos compañía, haciendo de banda sonora a nuestras vidas. La música siempre estuvo tan presente en nuestra casa que dedicamos un cuarto solo para guardarla y escucharla, para poder hacerla parte de nosotros.  

Es quizá esta música de fondo la que me acostumbró a que unas notas bien elegidas pueden transformar lo más simple y ordinario en el mejor de los momentos, que siempre hay espacio para la música y música para cada espacio.

El gusto. Agua simple.

Dirán que no sabe a nada, es agua. Para mí era la clave para lograr, una vez acostada en mi cama con la luz apagada, todavía nerviosa y con un poco de miedo por la recién llegada oscuridad, traer de vuelta a mis papás hasta mi cuarto. Ma… Pa… me podrían traer un vaso de agua simple porfa…

En la memoria me percibo como un niña miedosa, especialmente en la ausencia de luz. Ese vaso de agua sabía a calma y seguridad.  

El tacto. Seda. 

El brillo y la textura de la seda tienen algo que fascina, hipnotiza, o al menos así lo es para mí. Los colores parecen ser más intensos y según desde donde se vea, la luz sobre ella genera pequeñas franjas que parecen ser de algún metal recién pulido. Su textura es suave, resbaladiza, tanto que recuerda a la caricia que se da con el mayor de los cariños, la de la madres.

La seda es tener cerca a mi mamá. Cada noche antes de dormir, tomaba una esquinita de su piyama y la acariciaba con las yemas de mis dedos hasta caer profunda. Pocos lugares se han sentido tan seguros como ese y se han quedado grabados en mi memoria de forma tan clara.

Este es quizá el recuerdo más vívido que tengo de mi infancia en México, su cercanía. ¿Nos derretimos?, me cuenta mi mamá que le decía al abrazarla. Mi corta edad y las leyes que no le permitían trabajar, confabularon para que pudiéramos compartir intensamente esos primeros años.

Recuerdo acompañarla a todo lugar, estar a su lado siempre; en la mesa del café a la espera de que mis hermanos terminaran karate, al final del día camino a recoger a mi papá, en la piscina de niños esperando que terminara los 25 metros de regreso hasta mí, donde me recogía y hacía un par de vueltas más conmigo en hombros.

Naturalmente hoy son menos los espacios que compartimos, pero siempre están. Su infinito cariño me acompaña siempre y amarrado a mi cartera llevo el pañuelo de seda para cuando haga falta volver a ese lugar seguro.

Feliz día de la madre Maga.

[Remedios del Trópico - Edición Dominical #1 - 16 de agosto]

 
 
Laura Escobar